
Ha muerto Jane Goodall. Me ha costado encontrar el libro que le dedicó National Geographic, pero he dado con él más que nada para hacer justicia a su memoria. No es que el mundo no se haya volcado en homenajearla como se merece sino que algunos datos, como que lo que le llevó a África fue su pasión por convertirse en Tarzán porque le fascinaban los monos, me chirriaban. Mucho. Los orígenes de una vocación nunca son banales. Ni tan siquiera cuando son fruto de la casualidad. Su caso. En el principio no fueron los chimpancés de Gombe sino los huesos y la Paleoantropología. Jane, que había recibido una educación en constante contacto con la naturaleza en Inglaterra, depositó todos sus sueños en África, en sus animales salvajes. Una amiga le invito a una granja en Kenia. Alborozada, tras ahorrar para el pasaje, desembarcó con 22 años en Mombasa. Pidió trabajo al arqueólogo y paleontólogo británico Louis Leaky —más famoso luego por acreditar el origen africano del ser humano— que la fichó como ayudante en la recolección de fósiles en el yacimiento de Olduvai, en Tanzania. Impresionado por su entusiasmo le hizo la propuesta que le cambiaría la vida: un estudio de campo sobre los chimpancés en Gombe, junto al lago Tanganyika. No se lo pensó dos veces. Retorno a Inglaterra para instruirse en los conocimientos básicos sobre la anatomía y el comportamiento de estos animales y, acompañada de su madre (sola no la dejaban las autoridades), montó en 1960 su campamento de investigación. Allí se hizo amiga de David Greybeard, hasta el punto de que le puso nombre.
David era un consumado ladrón de plátanos, un chimpancé adulto con canas en la barba que también se manejaba con destreza a la hora de comer termitas. Pero para llegar hasta ahí, Jane se había pasado meses intentando acercarse a las manadas que la rehuían a medio kilómetro. Uniformada con camisa, pantalones cortos y unas zapatillas de baloncesto llevaba siempre morral, cuaderno de notas, prismáticos, la cámara y un silbato para pedir auxilio. Los primates eran peligrosos. Los observaba de día y de noche. La vegetación, un herbazal afilado, podía alcanzar en época de lluvias los cuatro metros. Muchas veces los observaba desde riscos o desde los árboles — «Cada vez me siento más arborícola»— y pasaba noches al raso pertrechada con un bote de alubias, café y una linterna. Logró lo imposible. Observarlos de cerca. Trabar vínculos y, sobre todo, revolucionar los pilares de la Etología. Descubrió y documentó que los chimpancés no eran herbívoros sino omnívoros, que tenían personalidad propia, se organizaban, planificaban y podían resolver problemas. Chimpancés y humanos no éramos tan diferentes: «Pensaba que serían básicamente seres bondadosos, pero he aprendido que, al igual que los humanos, tanto pueden comportarse de forma colaborativa y altruista como cometer actos violentos e incluso malvados». No había que idealizarlos. Pero el descubrimiento que la encumbró fue acreditar que usaban herramientas. David Greybeard utilizaba palitos y briznas de hierba para comer termitas que extraía hurgando en los termiteros.
Sin formación universitaria alguna se convirtió en una de las investigadoras más reconocidas internacionalmente. Cambridge le permitió en 1965 cursar directamente el doctorado en Etología, aunque los académicos enarcaron las cejas cuando sostuvo que los primates tenían sentimientos y, a su modo, hablaban entre ellos: «Manejan una gama formidable de voces, cada una de ellas inducida por una emoción diferente. Estas voces van del ‘uh’ de saludo, relativamente grave, a los chillidos sonoros y entusiastas que marcan el encuentro de dos grupos». También se entendían con toques y gestos: «Una madre toca a su pequeño cuando está a punto de alejarse o palmea el tronco cuando quiere que baje de un árbol. Cuando un chimpancé desea con todas sus fuerzas que un congénere comparta algún manjar con él, lo pide por favor extendiendo la mano con la palma hacia arriba, exactamente igual que hacemos nosotros».
Jane se tumbaba entre ellos y al octavo mes David Barbagris visitó el campamento. Fue el primero en atreverse y repitió varias veces. Cuando dos palmeras cercanas estaban en plena maduración, Goodall se aprovisiono de plátanos: «Al tercer día tomó un plátano de mi mano. Fue un momento maravilloso. Cuando se lo ofrecí, sintió cierto recelo», pero «cuando aceptó la fruta lo hizo sin arrebatármela, actuó con extrema delicadeza». A partir de ese momento Jane empezó a llevarse dos plátanos cuando subía a las montañas: «David se acercaba a cogerlos y se sentaba a mi lado, para pasmo de sus compañeros que observaban con los ojos como platos». Pronto aparecieron Goliath y Williams, amigos de David, que se unieron al festín en el cuartel general. También les encantaba chupar telas —sobre todo ropas viejas y paños de cocina— y rapiñar. «Mi guardarropa quedó reducido a unas bermudas y dos camisas. Todas mis mantas fueron rescatadas, tarde o temprano de los árboles», escribió. Pero sobretodo, robaban plátanos. Hay fotos de como los acarreaban, erguidos, entre los brazos.
Pero Jane sabía que la forma en que los chimpancés «pescaban las termitas» constituía «el hallazgo más importante» en sus dos años de investigación. Cuando llega la temporada de lluvias las termitas se disponen a salir. Los babuinos, que «se vuelven locos por estos jugosos insectos», como las aves, esperan a que vuelen. El chimpancé «se adelanta a todos ellos. Llega, examina la superficie del termitero y allí donde localiza un acceso sellado, retira la fina capa de tierra, toma una paja o una hierba seca y la inserta con cuidado en el orificio. Las termitas, cual bulldogs en miniatura, muerden la paja y se aferran a ella con todas sus fuerzas mientras el simio la retira suavemente (…) y se lleva a la boca la exquisitez adherida y la paladea con fruición». Todas estas declaraciones y descripciones proceden del primer reportaje publicado en 1963 por Jane Goodall en National Geographic.
Así fueron los comienzos de más de cuarenta años de investigaciones y de compromiso porque Jane, «la extraña primate lampiña», aparte de dedicar su vida al estudio de los chimpancés salvajes de África se convirtió en una ecologista vibrante en defensa de los seres vivos y del Medio Ambiente. Pero eso, ya lo saben. Quizá cómo empezó todo, buscando por casualidad fósiles humanos, algo menos. En una de sus últimas incursiones en la selva, cuando ya superaba los sesenta años, un hechicero ciego de Goualougo le regaló un mono de peluche y le dijo: «Si un ciego puede hacer magia, tú puedes conquistar el mundo». ¿Premonitorio?
Miguel Nieto es periodista, escritor y miembro de Marbella Activa.
Este artículo se publicó originalmente en el Diario De Santiago el 5 de octubre de 2025.

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