
A veces en los actos literarios se cuelan intrusos y pasa lo que pasa. Sucedió este jueves, pasadas las siete de la tarde, ante una selecta concurrencia, en el Hospitalillo de Marbella. No hubo forma de contener el desaguisado.
No sé de qué se ríen. Desde luego estas cosas con el Imperio no pasaban. Infundíamos respeto. Al menos hasta que llegó Gandhi con su rueca y su taparrabos y se jodió todo. ¿Les hace gracia? pues vaya, como si no tuviera bastante con la que me han endosado…
Conste que comparezco ante ustedes a regañadientes. No llegamos a la docena pero cuando supimos que no había otra que acudir a esta ceremonia del gozo y los sombrerazos, de la que formamos parte muy a nuestro pesar hasta en el título, los compañeros, por unanimidad, decidieron que me tocaba a mí sacrificarme. Ser un salacot es lo que tiene. Se nos presupone audacia, exotismo, aventura y cierto arrojo, justo lo que le falta a este escritor al que le ha dado por conmemorar un año de libro. De su libro de relatos que bajo nuestras copas se coció. Bajo la mía, los más calenturientos. No se imaginan lo penoso que resulta convertirse en sombrero de un escritor con pretensiones. Es un sin vivir continuo. En vez de preocuparnos por las tormentas que se ciernen terminamos más preocupados por los fenómenos atmosféricos extremos que se generan abajo, en su mollera.
«Érase un plumilla a un sombrero pegado, éranse unos sombreros superlativos…»; les soltaría esta cursilada si no fuera un salacot de la India. Un sombrero serio. Me exigen que le baile el agua al interfecto, que luego les comentará las vicisitudes de este año de firmas tormentosas, entrevistas, críticas y anécdotas. Para que hable de la pulsión de escribir, de la pasión por las palabras, del milagro de la narración y la lectura. Se lo advierto. No le dejen explayarse que se pone de un pesado insoportable. Menos mal que está al quite su editor, Francisco Javier Rodríguez Barranco, ese alma de cántaro al que se le ocurrió aceptar, como quien acoge a un huérfano, o mejor como quien salva a un talit de que lo pisotee una manada de elefantes, el manuscrito de Malenconía.
Todavía recuerdo a mi pupilo, de los nervios, cuando la presentación del libro casi se trunca por las obras del Casino. Menos mal que encontró sala en el Hapimag, aunque fuera con micro de karaoke. Presentó José Antonio Sau, en gran medida mentor del libro, que se atrevió a conjeturar que el autor había nacido por tercera vez. Le arroparon amigos, conocidos y colegas con los que luego festejó un éxito que para él supuso sobre todo un alivio. Había salido vivo. Los lanceros bengalíes no se lo llevaron por delante. Sau tenía razón: efectivamente había nacido otra vez.
Desde la repisa donde me tiene colocado, al lado de unas flechas amazónicas, una geoda rota y un tintero seco, sobrevuelo sus dudas, sus resquemores, sus anhelos… y sus neuras. ¿Saben a lo que más le tenía pánico hace un año, cuando todo empezó? ¿A que no fuera nadie? ¿A soltar un parlamento ridículo? ¿Al mal tiempo? No. A lo que le tenía pánico era a las firmas, a quedarse en blanco con las dedicatorias. Nunca se había visto en una igual. Llevaba una chuletilla con frases como: «Malenconía encierra muchos sueños, ojalá los hagas tuyos» o «Que la alegría y no la Malenconía te acompañen» o, el no va más, «Que esta lectura no te ponga malenco». Como lo oyen. Los miedos de mi pupilo. Pero se obró el milagro. No utilizó ninguna de estas muletillas y todas sus dedicatorias fueron y siguen siendo personalizadas. Me comentan que pocos autores se esmeran tanto. Mala persona no es. Sus sombreros no podemos quejarnos. Nos cepilla como quien lisonjea lectores, que son la sal del escritor.
Siempre testigos, nos han divertido un montón las ferias del libro. Pasó en un periquete de disfrutarlas como lector a temerlas, porque una cosa es pasear por las casetas buscando libros de grandes autores, novedades e igual alguna rareza y otra atrincherarse en una caseta para intentar colocar tu rareza. Nuestro pupilo no sabía donde ponerse, como ponerse, como abordar al público que pasaba… (si es que pasaba, que esa era otra). Hubo momentos en que despachaba como un tendero, otros en los que oficiaba de charlatán de feria, otros dudando si abordar al que preguntaba por las obras completas de Phileas Foog y las más rezando a Gutemberg para vender el ejemplar de la honra. Y no se lo puso fácil mamá meteorología. Viajaba a cada feria del libro con una alerta a cuestas.
Una tragicomedia. Escuchen su lucha contra los elementos en la Feria del Libro de Málaga, donde se puso a firmar «justo cuando una fina lluvia empezó a convertirse en chaparrón. Justo cuando pronunciaban el pregón, a resguardo en el paraninfo de la Universidad. Justo cuando los atascos del puente empezaban a remitir y la gente se refugió en casa».
Algunos «lectores heroicos, con los paraguas vencidos a modo de chapelas y las zapatillas encharcadas, se arrimaron al calor de las letras». Sus primeras dedicatorias fueron «para un joven melillense que estudiaba Ingeniería Mecánica», una novelista a punto de publicar y un lector colombiano, cargado con un paquete enciclopédico de libros, que volaba esa misma noche a su país: «¡No sé cómo voy a meter tantos libros en la maleta, pero me lo llevo!». Mi pupilo nunca imaginó una firma «tan gozosa». Y he de reconocer que no miente.
En Marbella, donde no cayeron chuzos, se me puso tierno: «El contacto con los lectores es, probablemente, uno de los mayores gozos de un escritor aunque en una sesión de firmas se encuentre uno desvalido, como un bicho raro encadenado a una mesita de garabatear dedicatorias. Los libros lucen, o quizá deslucen, desparramados en espera de un despistado que tenga a bien ojearte y hojear tu obra. Firmé no pocos ejemplares a conocidos que hacía tiempo que no me cruzaba. El ya jubilado archivero municipal, Francisco López de Asís, le regaló un ejemplar a su sobrina: «Es magnífico, te va a encantar», le dijo. Una escritora amante de los elefantes se lo llevó tras leer pausadamente dos de los cuentos. Pero nunca había vendido ejemplares —yo que ensalcé las antiparras, quevedos y gafas en el pregón— susurrando párrafos a dos lectores que habían olvidado las suyas».
Y la última, en Sevilla. Aquí si que se lió buena. Relataba: «Con licencia para firmar… y para navegar desembarco sin canoa en la Feria del Libro. Nadie esperaba que el certamen se convirtiera en una naumaquia de las letras. Tampoco este autor que, aunque celoso de los pronósticos y acostumbrado a batir la estilográfica con los temporales, no barruntó semejante tromba. Un cielo de gárgola que obligaría a cerrar el recinto cuando Sevilla se atragantó. Aunque entristecían los Jardines de Murillo ayunos de lectores, que hicieron bien quedándose en casita, calentitos y secos, al final, no se crean, pasé dos horas bien simpáticas. Tiene su encanto firmar y conversar en medio del diluvio y la procesión de paraguas sin incienso y con aroma a petricor desbocado. Pocos se atrevieron a subirse a las tarimas que colocaron para abordar las casetas y evitar naufragios en un albero empachado de agua. La crónica de la firma podía circunscribirse a un parte meteorológico si no fuera porque hubo letraheridos con arrojo. El cielo, estaño oscuro. El agua, a baldes…
Llovió sin saber llover. Poca gente curioseó y menos compró. A mi me salvó la tarde de nuevo el cuerpo de ingenieros —no embromo: tres jóvenes licenciados que gustaron de Malenconía— , y una chavala, que primero fotografió la portada con un «me lo pensaré» y a la media hora retornó hecha sonrisa y charco para llevárselo. Hasta el cierre se contaban con los dedos de una manopla la gente con alguna bolsa… de tortas Inés Rosales y del Corte Inglés, que tenía stand con dependiente encorbatado, donde la Preysler hacía furor con su napia quebradiza. Contento pues, que las casetas no flotaron, pero ya saben, los periodistas estamos acostumbrados a meternos en charcos. Y los escritores, por lo que se ve, también. Mi pluma ha criado branquias». Tremendista mi pupilo… pipiolo.
Soy un sombrero aventurero. Sé de lo que me hablo y publicar un libro y que siga a flote un año después es, sin duda, toda una aventura. Podría extenderme: que si el Ateneo y De Loma y Gaitán, Nerja y Vanesa Arrabal, Estepona y Antonio Mendez y Adela Baraza, el día del libro, el pregón y Carmen Díaz, pero no lo haré por deferencia a ustedes. Pocas ganas tengo que, a fin de cuentas, soy el más postergado de sus sombreros. Aunque también el que más le inspira, siempre presente cuando teclea sus desvaríos, aunque el muy ingrato no me saca ni a una fiesta de disfraces. Ya sé que estamos en los tiempos de la cancelación, pero un salacot nunca renuncia a su impronta imperial.
Así que, como buen siervo de su majestad The Queen que ahora es The King, les dejo dos sentencias lapidarias de personas que me son muy cercanas: «Las palabras son la más potente droga utilizada por la humanidad», que dijo un tal Kipling, y, para que tome nota el pupilo, «El verdadero éxito no se mide por la fama o la fortuna, sino por la paz y la satisfacción interior», frase de un tal Livingston, no sé si antes del «supongo».
Ah, y si no han adquirido el libro de marras, aprovechen que le cogen con las defensas bajas, lo que no significa que vaya a hacer descuento. No se lo pido por él, sino por darle una alegría a su editor, que es Navidad, tiempo cascabelero para las buenas y piadosas obras. Dicen que por esta tierra era costumbre invitar a una copa de vino español. No bebemos vino en la India. Ya me hubiera gustado convidarles a un chupito de quinina, que me han dicho que la gripe —lo que viene siendo la malaria para nosotros— les está zurrando fuerte. Beban mucha agua, suden y que Ganessa los proteja. Que tengan ustedes las fiestas en paz. Muchas gracias.
Miguel Nieto es periodista, escritor y miembro de Marbella Activa.

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