Quédense con la respuesta, que tiene su miga. Leo una entrevista a una activista medioambiental canadiense a la que le preguntan por el cambio climático: «¿Qué es el cambio climático para usted?» —le inquiere, en Madrid, una periodista—, y contesta: «Es la continuación de la colonización. Primero se llevaron a los niños indígenas lejos de su tierra y ahora es la tierra la que se aleja de sus niños». La activista, que es inuit, lo que antes llamábamos torpemente esquimales, se llama Jennifer Kilabuk. Es joven, viste ropa que nos recuerda las frías tierras de donde viene y posa en la fotografía que ilustra la publicación con una hermosa sonrisa. También es actriz. Igual la han visto en alguna película de latitudes heladas.
Ese es su cataclismo climático: Si antes los colonos secuestraron a los niños y los apartaron de su tierra para cristianarlos y occidentalizarlos, ahora la tierra se les hunde bajo los pies por culpa de los mismos colonizadores, cuya industria encapota el cielo, ahora un invernadero que derrite el permafrost, la tierra helada sobre la que asientan sus pueblos.
«Jennifer, usted observa el cambio climático desde el patio de su casa, ¿Qué ve?» —abunda la periodista. «Veo como se descongelan el hielo, la nieve y el permafrost, y como eso impacta en nuestras casas, en nuestras infraestructuras, salud y alimentación. Las casas se están agrietando, los cimientos se rompen, las tuberías también. Y el moho se adueña de las paredes». El moho, ya ven. Y la tierra que se hunde bajo sus pies porque el hielo se derrite, y el hielo es la argamasa sobre las que asientan sus pueblos. El cambio climático lo funde cada vez más rápido. Ésa es la tragedia en Nunavut, un gélido rincón del mundo del que nunca había oído hablar.
Quizá no hay mejor forma de visibilizar la emergencia climática que bajarla al suelo. Contemplarla desde abajo. Abstraerse por un momento de la grandilocuencia y comprobar los efectos del calentamiento global a pequeña escala. A pie de obra. La tragedia de los Inuit es existencial: se les funde el futuro. Ya apuntalan sus casas porque no quieren abandonar su tierra, ni su modo de vida. Llevan allí milenios, cazando caribúes que se están muriendo por infecciones y falta de alimentos. Claman ante la comunidad internacional que el frío es un derecho porque —dice Kilabuk— «El frío es nuestra identidad. Sin nieve sin hielo ¿Quiénes somos? Es nuestra cultura. Define quiénes somos».
El frío y el hielo como identidad ¿Cuál sería la nuestra? ¿A nosotros qué se nos está derritiendo? El cataclismo al que se enfrentan los inuits, no se engañen, no deja de ser una muestra de una tragedia mayor. Porque el permafrost libera dióxido de carbono que incrementa el calentamiento global. Y si al norte la tierra se hunde, en muchas esquinas del mundo la subida del nivel del mar las anegará. Muchas islas desaparecerán. La mayor parte de la población se asienta en zonas costeras o fluviales, entre ellas algunas de las ciudades más grandes del mundo como Nueva Orleans, Calcuta o Bangkok, que está tan sólo a un metro y medio sobre el nivel del mar.
¿Y nosotros qué? Nosotros somos costa ¿Nos inundará el agua o más bien nos faltará? ¿Acaso perderemos la bondad de nuestro clima? ¿Se producirá la rápida subida de temperatura que nos pronostican? ¿Vamos camino de una sequía que nos dejará a menudo sin agua para beber y regar? ¿Seremos, más pronto que tarde, el desierto que avanzan las simulaciones climáticas? Parece ciencia ficción, ¿verdad? Un escenario tan lejano, tan increíble… en el que sólo pensamos de refilón.
No sé que opinan. ¿No da que pensar que en algunos sitios el cambio climático, sus funestas consecuencias, ya hayan llegado? No hablamos de en un futuro, o a veinte o treinta años vista, sino de que está ocurriendo. Quizá así resulte más difícil para los negacionistas del clima sostener que el calentamiento global no existe, que no hay motivos de alarma, que los científicos exageran cuando la tragedia se vive. Se palpa. Para los esquimales de Canadá, y no son los únicos, no hay vuelta de hoja. Es una cuestión de supervivencia. No son exageraciones, ni futuros improbables: el deshielo quiebra sus casas y el moho se adueña de sus paredes. Por eso luchan y piden soluciones. Ya. Y a nosotros ¿Cuándo nos llegará el turno de, más que preocuparnos, ocuparnos de veras? ¿Cuándo nos toca?
¿Podremos parar el cambio climático?, le preguntaron a Jennifer Kilabuk. «Ojalá conozca alguna mitigación, ojalá las generaciones siguientes vean la tierra volver a lo que debería ser», respondió con una sonrisa que infundía esperanza. Esperanza que debería ser contagiosa. Pero batallando, como ellos.
Miguel Nieto es periodista y miembro de Marbella Activa.
El Dardo en La Palabra es su colaboración semanal en Onda Cero Marbella.
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