
Desconozco si ya es algo normalizado en otros lugares durante la Noche de San Juan o simplemente la obra espontánea de algún emprendedor anticultural de las delegaciones organizadoras (“de Juventud, Playas, Limpieza y Medio Ambiente, así como la Junta de Andalucía”) del Ayuntamiento de Marbella. Habían previsto desde la corporación que este año la hoguera principal sería de mayor tamaño y que representaría “una biblioteca simbólica” donde los estudiantes que hubieran terminado la selectividad (PAU) pudieran “arrojar sus apuntes”. A pesar del éxito cosechado, tal como contaron las crónicas al día siguiente, uno, que ha dedicado su vida laboral a la docencia, no puede evitar sonrojarse.
Por supuesto que en las hogueras de san Juan es relativamente habitual ver a alumnos quemando apuntes y libros y desde luego que en esta noche de solsticio el fuego actúa como elemento purificador y renovador. Pero una cosa es que individualmente uno decida aquello con lo que quiere terminar y otra que desde las instituciones se organice, nada más y nada menos, que LA QUEMA SIMBÓLICA DE UNA BIBLIOTECA. Sin duda un atentado “de libro” contra el saber. Pero ¿por qué ese interés por arrojar a las llamas el conocimiento adquirido? ¿por qué jugar a destruir el esfuerzo propio y el de tantos docentes? ¿por qué convertir en cenizas aquello que con tanto mimo y cuidado se ha ido consiguiendo a través de los años escolares? ¿por qué azuzar a los jóvenes para que se conviertan en torquemadas de sí mismos? ¿por qué, en definitiva ese afán inquisitorial contra lo que nos hace más libres? ¿Es que a nadie se le ha ocurrido pensar en las consecuencias de promover esta actitud en los jóvenes ante sus propios estudios, universitarios o no, o ante el ejemplo que imitarán sus hermanos pequeños o incluso sus hijos cuando los tengan? ¿Tan cortoplacista y simple es la visión de los organizadores de estos eventos?
“Es simplemente simbólico”, contestará el reacio a estas reflexiones. Ya, pero qué curioso que, simbólicamente, no se les haya ocurrido arrojar a las llamas las mafias que operan en la ciudad, la inaccesibilidad de la vivienda para los trabajadores, los problemas ocasionados por el turismo descontrolado, la corrupción política, las guerras que nos deberían avergonzar moralmente a todos, la intransigencia en la que nos vamos instalando, la huella ecológica que dejamos a las próximas generaciones y tantas cosas que simplemente tendrían que convertirse en cenizas por el bien de todos. O, dado que parece que se preocupan por los jóvenes estudiantes, ¿por qué no han tirado de imaginación para, por ejemplo, intercambiar, vender o regalar los libros usados, promover concursos de relatos sobre el rito de paso que significa la selectividad, realizar talleres sobre orientaciones de estudios o mostrar de alguna manera aquello que se ha aprendido o realizado en los centros educativos?
Hasta no hace mucho en esta zona existían espacios reivindicativos de asociaciones de vecinos o similares que hacían que en esta noche de hogueras, llamadas júa, los ciudadanos críticos pusieran a prueba su ingenio creativo con muñecos de trapo para burlarse del poder mostrándole aquellas actitudes, leyes o personas con las que no estaban de acuerdo. Pero hoy ni siquiera queda esa pequeña fuerza nutriente de realidad porque el propio Ayuntamiento hace lo posible por cooptan dichas asociaciones para convertirlas en lacayas de sus intereses. Un inmejorable ejemplo lo encontramos en lo que este año ha hecho la antaño luchadora Asociación de Vecinos de Las Albarizas, en otro tiempo la más exitosa por sus siempre divertidos y reivindicativos júas: ha realizado una pequeña hoguera, carente de arte y sin apenas público, con un posicionamiento tan transparente sobre su procedencia como contundente en su insustancialidad, en contra de la Ley de Protección Animal (deben de entender que es un asunto de gran calado), acompañado de críticas al Gobierno y de vítores a favor de quien les subvenciona.
Sin duda hoy, a nivel general y desde la mayoría de los frentes, la actitud crítica del ciudadano es una rara avis sospechosa de subvertir un orden que se va imponiendo a base de fuerza, mentiras y dinero, y por eso va siendo eliminada. Nada tiene de extraño entonces que en la fiesta mediterránea del fuego por excelencia se facilite que las nuevas generaciones simbólicamente conviertan su saber en cenizas para que resurja la ignorancia; podemos decir que es una regeneración, sí, pero al revés, destructiva y contraria a su simbolismo original. Mientras los jóvenes, y no tan jóvenes, participan en el macrobotellón en que se va convirtiendo este ritual y bailan alegremente a ritmo de ceremoniosa cremación, sibilinamente se van introduciendo mensajes que invitan a no diferenciar entre cultura e ignorancia, ni entre formación y deformación, ni tan siquiera entre avanzar o retroceder. Quemar “libremente” tus propios apuntes y libros, que representan una gran parte de lo que eres, es condenarte a que otros te manejen y, peor aún, a privarte de referencias históricas (¿para qué saber historia?) con las que intuir los peligros a los que con ello te expones.
Y sin embargo son esas bibliotecas con sus libros, las que aún no han quemado, las que nos relatan lo que sucedió cuando, fruto del fanatismo de cada época, se quiso reducir a cenizas un pueblo, una cultura o unos saberes. Ocurrió, por ejemplo, al inicio de nuestra era con la de Alejandría, el primer y grandioso intento de almacenar todo lo que se conocía para fomentar su aprendizaje. O en la oscuridad del siglo IV cuando los cristianos, que accedieron al poder que un día les atacó a ellos, se empeñaron en perseguir la opción de los filósofos que postulaban solucionar los problemas convenciendo con la palabra en lugar de venciendo por la fuerza y que por eso redujeron a escombros y cenizas cuantas bibliotecas y libros encontraron con la finalidad última de destruir la paideia, la educación libre. También el 24 de agosto de 1814 cuando los británicos quemaron la Casa Blanca de Washington esforzándose en que las llamas alcanzaran la Biblioteca del Congreso, o en 1914 cuando el invasor ejército alemán incendió los 300.000 volúmenes de la Biblioteca de la Universidad Católica de Lovaina, o aquel nefasto 10 de mayo de 1933, cuando ante una gran pira frente a la Universidad de Berlín, un disciplinado grupo de estudiantes jaleados por cuarenta mil entusiastas comenzaron a quemar libros de judíos, comunistas y homosexuales y a asaltar sus bibliotecas o “burdeles literarios” como ellos las denominaron. Más cercano a nuestros días, el 25 de agosto de 1993, Milosevic ordenó a sus milicias serbias que atacaran con proyectiles incendiarios la Biblioteca Nacional de Bosnia y dispuso a francotiradores para que dispararan a los bomberos que intentaran minimizar los daños. Hace tan solo unos días los francotiradores culturales dispuestos por Donald Trump apuntaron hacia un libro sobre Emilia Pardo Bazán para eliminarlo de las estanterías de la Biblioteca de la Academia Naval de Estados Unidos por, parece ser, el delito que albergaba su subtítulo: Discurso de género en los cuentos de Emilia Pardo Bazán.
Desgraciadamente estos episodios no son más que una pequeña muestra del genocidio cultural que se comete cuando se arremete contra libros y bibliotecas, es decir, cuando se pone en la diana los centros del saber. Y es que el conocimiento, ya sea porque se le considere peligroso o símbolo de barbarie, sigue siendo objeto de ataque. Bien harían los promotores de festejos de la Noche de San Juan si reflexionaran un poco antes de promover, por muy festivo que sea el contexto, lo que hay detrás de “quemar bibliotecas simbólicas” y de alentar a pirómanos culturales. Ojalá llegaran a la conclusión de que las bibliotecas y los libros (y hasta los buenos apuntes) son elaboraciones tan complejas de crear como fáciles de destruir, pero referencias imprescindibles para aprender del pasado y proyectarnos hacia el futuro; ojalá cayeran en la cuenta, introduciendo una metáfora marinera, de que también son faros para que no nos extraviemos en tiempos de confusión o simplemente, como decían los antiguos, “lugares para el cuidado del alma”.
Y para predicar con el ejemplo, si alguien quiere comprobar, rebatir, debatir o ampliar los datos aquí expuestos, que se dirija, antes de que algún bárbaro lo impida, a La edad de la penumbra de C. Nixey, a Quemar libros de R. Ovenden y a la prensa local.
José Antonio Moran Varela, profesor de instituto que se esforzó por elaborar apuntes y proponer libros a sus alumnos.


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