
Sabíamos que el muchachote iba a dar juego, que prometía, que igual volvíamos a echarnos unas risas con sus cosas, que —eso por lo que bebemos los vientos y las tintas los periodistas— nos daría cuartelillo para titulares sonoros, que habría múltiples ocasiones para informar de sus desafueros, de ridiculizar sus payasadas, sus salidas de tono. «Todo eso os daré», era el lema que Trump llevaba pintado en su frente, en el voladizo de su pelo y en el achinado de su mirada. Pero qué va, ni por asomo hubiéramos concebido que la pamplina iba a convertirse tan pronto, a tan escasos meses de ejercer su segundo mandato, en una maldición que diría bíblica si no fuera porque básicamente es existencial. Planetaria.
Advertidos estábamos, que su primera presidencia ya fue de aupa, pero lo cierto es que no lo vimos venir. Reconozcámoslo. Por más que en su campaña electoral hubiera dejado claro que desde el primer día se iba a manejar como un dictador, nadie lo creyó del todo. Nadie en su sano juicio —a expensas de reconocer a la legua cuanto de insano es el suyo— advirtió que su trumpetería ensordecería el ánimo del mundo. A efectos políticos, comerciales, estratégicos, ecológicos, territoriales, diplomáticos y, sobre todo, éticos. No deja ningún palo por tocar. Por retorcer. Contento de la muerte con su juego de amenazas, chantajes y alianzas perversas. La peor, la que mantiene consigo mismo.
«Dicen que soy un dictador, pero impido el crimen». «Mucha gente dice que quizá queremos tener un dictador». Sintaxis aparte, en sus declaraciones se quita la careta pero el buen hombre, el estadista de altas metas y cruzadas por venir, se enternece consigo mismo. ¿Cómo va a ser un dictador?, si solo es «una persona con mucho sentido común». Mucho, para que se entienda bien la bendición que nos ha caído en suerte. Hasta antes de ayer esto ha sido lo último, justificando así el despliegue de la Guardia Nacional en Washington porque vive una especie de emergencia nacional. No parece tal: sostiene que el delito está desbocado en la capital estadounidense aunque los datos oficiales señalan que ha descendido en los dos últimos años. Pero le da igual. Tiene treinta días para solucionarlo. Si con Ucranía la cosa iba a ser de un día… se admiten apuestas. Chicago parece la próxima y, así, a saber cuantas ciudades decorará con uniformes militares. Ha encomendado al Pentágono que prepare gente —igual a su gente— para sofocar disturbios civiles. Más armas en la calle.
No todos los asuntos impactan igual. Lo del arancel del cincuenta por ciento a la India, ya ni sorprende. En Europa nos dicen que deberíamos felicitarnos porque salvamos los muebles con el quince por ciento, ese gran acuerdo rubricado para nuestro bochorno en un campo de golf escocés de su propiedad. Doña Úrsula se salvó por los pelos de rendirle pleitesía en Mar-A-Lago. Putin le ha cogido la medida. Conocen lo de Alaska. Evidente la euforia del presidente ruso, que se dio un atracón de alfombra roja y se hizo el sordo con los inocentes («¿Cuándo va a dejar de matar civiles, señor Putin?») que bombardea, si cabe con más saña, mientras se jamela todo el Donbass que puede. ¿Alto el fuego? ¿Qué alto el fuego ni molokos?. ¿Y Gaza? ¿Qué tregua ni halibs? Que no haya ni leche, que se sigan muriendo de hambre, que en el Consejo de Seguridad de la ONU Estados Unidos sea el único que apoye la política de tierra devastada de Netanyahu. Trump ya manda a Groenlandia hasta agentes infiltrados, que quiere zarandear el ambiente.
Todo parece escapar a un análisis plausible. Escenarios tan diferentes con penurias tan dispares. No obstante, sí hay un elemento común de inquietantes resonancias en las grandes tragedias de la historia de la Humanidad: la conquista del territorio ¿O qué si no es lo que Putin, Netanyahu o Trump pretenden en Ucrania, Palestina y Groenlandia? ¿Y con qué justificaciones, tan parecidas? Putin invadió Ucrania porque amenazaba su seguridad nacional con su apego a la OTAN, aparte de reivindicar nuevas fronteras. Netanyahu ha emprendido una guerra contra los palestinos para borrar a Hamás, una amenaza para su seguridad nacional, y, de paso, invade su territorio y mata de hambre a sus gentes. Luego llegará el negocio turístico. Con Trump, que quiere anexionarse Groenlandia —dice a las claras— «por motivos de seguridad nacional». Por algo se llama Geopolítica.
Nadie habla de «espacio vital», pero cuanto se le parece. La sed de ampliar fronteras de los imperialistas, colonialistas y supremacistas siempre ha sido insaciable. La tierra para el que la conquista. ¿Va a ser ese el epígrafe del recién parido milenio? ¿Un lema tan antiguo? ¿Tan de andar por barricadas? ¿Tan de machacar principios? ¿Tan de dictadores de medio o ningún pelo? ¿Tan de destruir a tantos?…
Miguel Nieto es periodista, escritor y miembro de Marbella Activa.
Este artículo se publico originalmente en el Diario De Santiago el 29 de agosto de 2025.
Imagen de Lisette Brodey en Pixabay
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